miércoles, 27 de agosto de 2014

CRÓNICA EN EL PARQUE LAS PALMAS

CRÓNICA EN EL PARQUE LAS PALMAS

Después de varias micheladas en el popular bar Moe’s y escuchar canciones de The Cranberries, Coldplay, Deff Leppard, Aerosmith, Soda Stereo, mi amigo Andrés y yo decidimos ir al Parque Las Palmas para seguir tomando cerveza a un costado del parque y hablar de nuestros complicados rollos amorosos. Era época de navidad y había luces y los típicos matachos de nieve, y alrededor circulaban familias tomando fotografías, grupos de amigos y parejas que se entremezclaban unas con otras. 

Se acercaba mi turno para tomar la foto. Delante de mí pasan una pareja de enamorados que vienen a sentarse cerca de donde nosotros estábamos. Me sentí mal porque en plena época de navidad acaba de terminar con mi novio. Según el rostro de Andrés, él ya se había dado cuenta de eso, él ya lo conocía y conocía nuestra historia amorosa, de hecho, estuve de cupido el día que formalizamos la relación.

- Laurita, por qué no intentas olvidar al menos por esta noche– me dijo Andrés con un tono de voz cuasi burlesco. Yo le contesté –ya no me preguntes nada- me haces sentir peor de lo que ya estoy, mejor vamos a buscar más cerveza. En aquella época estaba de moda la cerveza marca brava roja y negra, unas cervezas que se le subían muy rápido a cualquiera- de hecho, con una sola cerveza ya se sentía el efecto.

Luego de regresar con la bolsa de cervezas, nos sentamos alejados del tumulto de gente, era sábado en la noche y habían cuenteros –muy populares en aquellos tiempos-. El Parque Las Palmas estaba repleto de gente. Yo observaba alrededor y había todo tipo de personas, cada uno con sus matices, los vendedores ambulantes, los vendedores de minutos, los policías que merodeaban para cazar algún jibaro, otras personas paseaban sus perros, otros en grupo de amigos tomaban su vino moscatel.

Esa noche estaban conjurados bajo un mismo ambiente en el parque, los rockeros, punkeros, hippies, metaleros, rastafaris, gomelos, ñeros, bohemios, toda una mezcla de sabores y colores, que colocaban el ambiente más interesante. A medida del tiempo, Andrés y yo empezamos a tomar más y más, y a mí se me subió muy rápido las cervezas. Ante la tusa evidente y sus recurrentes preguntas “¿qué paso? ¿Por qué terminaron?, reprimí cualquier sentimiento de dolor y me dediqué a hablar de otras cosas, repitiéndolo insistentemente que no quería volver a vivir una experiencia así nunca más y que me protegería siempre. Sabía que mis palabras eran insuficientes ante mi evidente bajón de ánimo pero a mis 20 años era una experiencia que debía vivir.

Eran más de las nueve de la noche cuando mi amigo Andrés me dijo que una frase en el centro del parque, que nunca se me olvidó: “ponga al perro a aguantar hambre”, me lo dijo entre risas, literalmente la frase fue matadora, me grito fuerte mirándome con sus ojos marrones claros: “fresca, todos sufrimos por amor” - Más que yo no creo, le dije. Andrés era un loco bohemio, con arranques de crisis existencial y apasionado de la música grunge de Kurt Cobain, así que le tome la palabra.

Él se había dado cuenta de la tristeza en mi mirada, se reía. ¿Te llevo a casa?, me preguntó todo convencido. No, le dije y me empecé a beber rápidamente otra cerveza por sexta vez, que si bien haría más largo el suplicio de esa noche, sólo por un momento borraría amargos momentos de mi memoria, sólo escuchaba las voces, risas, gritos de los habitantes del parque. Andrés también aceleró la bebida de las cervezas.

Empecé a sentirme bastante mareada y como estaba cerca de casa, pensé en aquel momento en irme, pero algo me detuvo, el celular estaba enfrente de mí al lado de Andrés. Pensé que él estaría distraído contándome sobre su nueva chica que vivía en el mismo barrio. Lo tomé, llamé esperando ansiosamente que me contestara. Estás loca, me dijo con una voz más estruendosa que de costumbre, ya te dije, “ponga al perro a aguantar hambre”…

Cuando acabamos las cervezas, no necesité mirar a Andrés para saber que era mejor irme a dormir antes de cometer alguna locura de despechada desesperada. En cambio, Andrés me estaba mirando como diciéndome aguántese. El perro tendrá que comer algún día, me dijo. No tuve tiempo de contestar porque me cogió el sueño de golpe. Alcanzamos a caminar varias cuadras hacia abajo antes de que me sintiera con un fuerte dolor de cabeza. En la puerta de mi casa, con los ojos desorbitados, Andrés me volvió a recordar la metafórica pero reveladora frase de la noche en el Parque Las Palmas. Nos despedimos con un abrazo y me fui a dormir. 

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